Hasta la Revolución Industrial, la sociedad era eminentemente rural, pero esta situación cambió a lo largo del siglo XIX, conforme la economía se transformaba. Comenzamos el recorrido adentrándonos en el centro histórico, contenido en la ciudad de Madrid por la cerca de Felipe IV. Una vez dentro de sus calles, pudimos apreciar el trazado orgánico (espontáneo), la ocupación del espacio y las técnicas constructivas que se empleaban, basadas en el ladrillo y la madera.
El contraste era claro con el ensanche decimonónico en el que se encuentra el colegio. Trazado por Carlos María de Castro por encargo de Isabel II, esos barrios se reconocen por el trazado reticular y las calles ordenadas en damero. Aunque en un principio se pensó un jardín ocupando el espacio central de la manzana, este se vio alterado por la especulación inmobiliaria. Realmente, Madrid podría haber sido muy diferente.
Pudimos acercarnos a diferentes viviendas, que se corresponden con las clases sociales que conviven en el espacio urbano, pues también estos barrios estaban segregados en virtud del poder adquisitivo de sus habitantes.
Desde un enfoque más técnico, los alumnos reconocieron las transformaciones estructurales que se producen en el siglo XX. El uso del hierro y el cristal es patente en la Gran Vía madrileña, adornado con elementos eclécticos que evidencian la imposibilidad de trascender la tradición constructiva. El hormigón permitió nuevas formas, con vanos espectacularmente amplios y estructuras que cambiaron completamente la forma en la que se entiende un edificio. Para comprenderlo, nos acercamos a dos construcciones de lo más singular que habitan en nuestras calles. Primero vimos las torres construidas por Lamela en la Plaza de Colón, que destacan por su estructura suspendida única en el mundo. Cerramos el circuito con el edificio Torres Blancas, diseñado por Oteiza. Esta obra de arte es singular y todos comprendieron la necesidad de preservar el patrimonio de nuestra ciudad.